martes, 28 de febrero de 2012

Lo que pasa, lo que te dicen y lo que queda.

Por un lado está la realidad. Lo que efectivamente pasa. Una sucesión de hechos que no necesariamente tienen que ver con tu cotidianeidad, con lo que vos vivís. Ahí entra en juego lo que te dicen, o sea el primer baile que te hacen bailar sin elegir vos la música. Porque pasan millones de cosas en el mundo pero son unas pocas  personas las que determinan un supuesto orden de prioridades que hacen que algunos hechos eclipsen a otros. Ese orden de prioridades es el que ves reflejado en los informativos de cualquier formato (radiales, gráficos, televisivos o web). De resultas de este accionar, vos terminás enterándote de temas y cosas que no necesariamente tienen en tu vida cotidiana, la magnitud que se pretende darles al aparecer dentro de tales prioridades. No sólo te enterás de una serie de hechos reales con mayor o menor impacto en tu día a día sino que, además de esto que efectivamente ocurre, está aquello más cuestionable que tiene que ver con lo que los medios te dicen sobre tales temas. Así, ante un hecho “A” determinado y real, vas a tener las opiniones “A1″, “A2″ y “Ax” que no van a ser coincidentes salvo que el hecho en cuestión sea lo suficientemente aglutinante como para generar una opinión universalmente aceptable sin dejar lugar a otros puntos de vista. Son opiniones basadas en una moralidad y una ética rectoras de lo que claramente está bien y lo que claramente está mal.
¿Vamos bien hasta ahí?. Muy bien sigamos entonces. Lo real, se ve presentado tendenciosamente de acuerdo a los valores, principios y elecciones de cada editor que acepta que el hecho en cuestión (”A”) tiene la suficiente magnitud como para ser transmitido siempre y cuando esa transmisión se haga con los correspondientes ajustes que permitan arrimar agua al molino de esas propias creencias. En otras palabras, el hecho real es adornado con el color político, moral o espiritual de quien lo hace público de modo que las audiencias lo acepten tal y como es presentado.
Vos sos la audiencia de lo que deciden decirte y de cómo te lo dicen. Frente a un hecho real, sos la carne de cañon que se necesita para construir opinión pública, ya que si hasta allí las cosas les salen bien, seguramente vos serás también un vocero de esa opinión cuando cuentes el hecho en tu colegio, oficina, fábrica o reunión social o de cualquier tipo en la que participes.
Cuentan una anécdota de un periodista (la atribuyen a don Natalio Botana pero no tengo el dato cierto) Al parecer, el periodista, ansioso de comenzar a trabajar se presenta a una selección de personal para integrar la redacción de un diario. La persona a cargo de dicha selección, les indica a los postulantes que escriban algo sobre Dios y rápidamente todos comienzan a teclear febrilmente sus máquinas de escribir. Todos menos uno - ya se imaginarán quién-. Al finalizar el tiempo estipulado, el jefe de personal, retira una a una las páginas escritas por los jóvenes periodistas y -con sorpresa- encuentra una absolutamente vacía. Entonces, luego de sermonear al postulante que estaba desperdiciando la oportunidad de su vida por incumplir con la simple consigna de trabajo, se ve obligado a darle el puesto a nuestro jóven postulante. ¿Por qué?. Porque su respuesta a la arenga moralista fue que no había escrito nada sobre Dios simplemente porque no se le había indicado si el artículo en cuestión tenía que estar a favor de Dios o en su contra.
Lo que pasa es importante, lo que te dicen también. Lo que queda en tu cabeza es lo fundamental. Aprender a dudar sanamente es el único camino para destruir la fábrica de prejuicios que constituyen hoy los medios masivos de comunicación independientemente de si son estatales o privados.
¡Chau!

¿cómo sigue la película?

Somos un país berreta. Una ciudadanía berreta fruto de los cambios de espejitos por oro, las corrientes migratorias externas e internas, los aluviones zoológicos y los afanes y afanos de unos cuantos que -llegado el momento de acceder al poder, ya sostenido por el favor popular, ya a los cohetazos- han obrado sin escrúpulos pero con nuestra total connivencia. Y la omisión también puede convertirse en pecado.
Nuestra época de gloria aún no ha llegado y tal vez nunca llegue. Aquel espejismo de haber podido ser -y no haber sido- la principal potencia mundial en la posguerra, aquella  explosión artística que catapultó a nuestro cine y nuestra radiofonía  a la vanguardia de latinoamérica, aquella imagen mítica de lingotes de oro ocupando los pasillos del Banco Central como  bandera de una opulencia flagrante  que no daba de comer,  son fotografías de la historia que por -acción u omisión- supimos conseguir. Entre todos.
Me pregunto sobre el futuro de esta, nuestra construcción cultural. Agotado el pasado sin que hayamos sido capaces de salirnos de sus garras; agotado el futuro huérfano como está de proyectos dignos; atrapado este presente entre el desgarro violento de ese ayer y el no saber a que puerto arribar en aquel mañana, nuestra cultura parece entramparse, empantanarse, enroscarse las patas entre el desasosiego y la frustración.
Son momentos en los que se necesita de la grandeza más que de la grandilocuencia, del consenso más que de la competencia, de la madurez más que del capricho y el pataleo.
Hombres y mujeres incapaces de superar las diferencias; discapacitados para acordar lo urgente y lo importante de cara al futuro, sin que acuerdo signifique ganar o perder; fracasados en el rescate de la infancia, el destierro del hambre, la ignorancia y la enfermedad, los políticos de pelucones entalcados, solo sueñan con llegar a palacio a cualquier costa. Nuestros políticos. Los emergentes de nuestra sociedad. Espejos de una ciudadanía que -espantada de sí misma- los mira hacer sin reclamarles, omitiendo una vez más marcar el rumbo y convirtiéndose por enésima vez en torpe víctima de sus hijos dilectos.
Como una serpiente que se muerde a sí misma  la cola pero a la cual la mortal ponzoña no hace mella, volveremos a retorcernos entre dos piedras para mudar de piel. Mediocre ejercicio que la naturaleza le impone para -aparentando haber cambiado- seguir siendo, en esencia, quien es.
Al igual que la serpiente, no entendemos lo que pasa. A favor de ella, de los dos, sólo nosotros podemos conceptualizar la realidad.
Hasta pronto.

jueves, 23 de febrero de 2012

Revolución y Violencia

Ya desde pequeños, pareciera que nos vamos formando esa incoherente personalidad pacifista a la vez que revolucionaria. ¿Cómo cómo?. Paso a plantear esta duda. No tengo ánimo de otra cosa. Sólo ganas de reflexionar y compartir la reflexión y las incertidumbres que ésta pueda generar.
Varias figuras de la historia despiertan cierto grado de rechazo, simpatía o admiración. Son hombres que han logrado algo, por ejemplo la libertad de sus pueblos, pero lo han hecho a partir de esa forma de violencia que lleva implícita casi toda revolución. Guerras, batallas, emboscadas, hábiles estrategias militares han servido para lograr lo que por derecho propio corresponde a todo ser humano independientemente de la latitud y longitud en las que nazca y habite.
Ahora bien. Si uno destaca, adhiere y evoca esas libertades, obtenidas como el fin del yugo, la esclavitud, las hambrunas y la pobreza, no debe dejar de ver que está celebrando también cierta forma de violencia si bien más digerible, ya que es una violencia que “parece” venir avalada por cierta noción de justicia, independientemente de los cadáveres que se lleve puestos. Ya sea que esa justificación reivindicatoria atenúa la bestialidad o ya sea que no, los hombres justos nos convertimos a la vez en hombres violentos.
La pregunta que surge entonces es molesta, sobre todo para quienes neciamente no pueden apartarse un milímetro de sus mandatos ideológicos, de quienes en una actitud tan elemental y básica como el fanatismo, no se permiten mirar las cosas desde otro punto de vista o, al menos, cuestionar los paradigmas que los rigen ni siquiera en la intimidad de sus almohadas. Ese nuevo interrogante tan jodido es entonces ¿ qué determina el grado de “justicia” de un hecho revolucionario violento?.
Mire, me baso en que las revoluciones y contrarevoluciones, suelen cosechar muertos. Ya sean estos dos pibes caídos en una marcha, miles de ciudadanos asesinados en campos de concentración, civiles o militares de cualquier nacionalidad, de izquierda, de derecha, católicos, musulmanes, judíos, budistas, ateos, niños, mujeres o ancianos. Todos muertos a causa o consecuencia de las formas más rudimentarias de la violencia, mientras las otras, las más sutiles, las que no aparecen en los diarios, el hambre, las enfermedades y las esclavitudes varias, siguen exterminando gente.
Formas de violencia hay muchísimas, lamentables todas ellas desde luego, pero aquellas asociadas a las causas revolucionarias son de las que quiero ocuparme en este caso. Me motiva esa especie de incoherencia de celebrar hechos en los que muere mucha gente, por más reivindicatorios que estos sean.
¿Es acaso que de un modo maniqueo las sociedades juzgan víctimas y victimarios independientemente del valor supremo y equitativo -por cierto- de la vida?¿Agresores y agredidos? ¿Es que la humanidad no ha encontrado un modo más evolucionado de solucionar conflictos y sigue echando mano a la idea de que “ganar” es matar y destruir indiscriminadamente?
¿Es que tan básicos y elementales seguimos siendo después de miles de años de evolución?.
Escucho ofertas, como quien dice. Puntos de vista amplios y de los otros. Creo que así debería el hombre acceder a la verdad.
Chau.

Salomón y la Verdad

¿Por qué no enfocamos las cosas bien?. Aquí trataremos y -adesde ya- agradezco correcciones y puntos de vista diferentes.

La historia juzgará en definitiva, como siempre, pero mientras tanto, ¿qué podemos hacer con lo que nos pasa hoy, con el corto plazo?.

Ante la avanzada de malandras, secuestradores y chorros que no dudan en pegarle un cohetazo a uno para robarle lo que trae en el bolsillo, o el auto, o cualquier cosa, una sociedad no puede estar pensando en la justificación de esos actos para expiar sus culpas. En el medio hay muertos, familias destrozadas, hijos que nunca más verán a alguno de sus padres y padres que nunca más podrán volver a ver a sus hijos. Creo que ante semejantes tragedias no puede estar pensándose que el asesino no tuvo oportunidades, aún a pesar de que esto fuera absolutamente cierto. No se puede disculpar el asesinato de otro o la violación de cualquiera de sus derechos porque la sociedad entonces incurre en un abandono semejante a aquel en el que incurrió y que agita ahora como justificativo del victimario. Un abandono no puede nunca justificarse con otro abandono.

La solución tiene que construirse ya. No hay más tiempo, no hay más lugar para la postergación. Al igual que una profunda reforma educativa, es imperioso, indispensable, buscar la solución al problema de la inseguridad. Pero las urgencias, no deben llevarnos al atolondramiento. Solo se trata de hacer las cosas bien la primera vez como dice el viejo precepto de la Calidad.

Debemos construir espacios de contención y educación para minimizar la proliferación de victimarios a futuro y debemos paralelamente proteger y dar justicia a las víctimas presentes. No se soluciona el tema con más violencia, aunque tal vez se necesite dar claras señales de qué está bien y qué está mal en una sociedad. Tal vez el enfoque de este tema difícil, casi áspero, requiera de estrategias diferenciadas para el corto y el largo plazo, pero evidentemente no se puede demorar más.

La inseguridad, ese estado que para algunos es una sensación (lo que de todos modos es terrible ya que no se puede vivir con semejante sensación encima todos los días, a toda hora y en todos lados) no se vincula solamente con el robo, el asesinato y la violación carnal. Por qué no plantearlo de una bendita vez, esa inseguridad se hace tangible en la fragilidad que presentan los derechos humanos básicos de todas las personas y no sólo los de los militantes políticos y activistas violentos.

El manejo de algunos niños ilegalmente apropiados bastan como prueba y remiten al Rey Salomón y su más famoso fallo. Aquel por el cual para mediar en la disputa de dos mujeres que se decían madres del mismo bebé, mandó a los soldados a cortar por la mitad la criatura convencido de que la madre verdadera renunciaría aún a su maternidad con tal de que su hijo siguiera vivo. ¿No se parecen acaso las abuelas a la madre inescrupulosa que con tal de quedarse con algo permitiría que corten al niño por la mitad?¿qué abuela expondría a semejante ultraje a sus nietos, sobre todo si estos fueran lo único que quedó con vida luego de que la bestialidad terminara con la vida de sus padres?

Este caso es también el emergente de una época complicada y nunca revisada con la humildad y la grandeza suficientes. Ni las presiones que llevaron a Alfonsín al Punto final, ni el desparpajo de Menem y su declamada pacificación del pueblo argentino mediante los indultos pudieron lograr que la sociedad argentina internalizara la catástrofe vivida, sino apenas que se tomara partido por los unos o los otros como si se hubiera vivido aquí un encuentro de futbol que durara más de treinta y cinco años. Y es que la revisión parcial de los hechos no conduce a la verdad. Al igual que con la inseguridad actual, la violencia del pasado requiere un espacio de grandeza y renuncias para ser abordado. Y otro componente del que adolecemos bastante en nuestro país. Sentido común.

Resucitados los fanasmas violentos, allanados los caminos de la venganza y disponibles la censura y las amenazas mafiosas, se dificultará encontrar la verdad.

Como dijera Albert Einstein: “…la correcta descripción de un problema es la mayoría de las veces una tarea más dificil que la búsqueda de su solución…”

Ojalá pudiéramos sentarnos alguna vez a tratar de describir lo que aquí ha pasado para poder -entre todos- resolverlo.

Chau. Gracias.

El Sueño y la Realidad

Desde que uno es chico, sueña con vivir de acuerdo a un modelo en el que el desarrollo personal en distintas áreas, va asociado al crecimiento y la pujanza del lugar en el que le toca vivir. No es que uno lo razone así cuando es pequeño, pero quien no ha soñado con “ser” algo, con encontrar el amor, con poder disfrutar, conocer; ¿quien no ha deseado algo de chico vinculado al bienestar?.
Usted me entiende ¿no?. Me refiero a que de chico, en plena potencialidad de la vida, soñamos y deseamos cosas lindas. No soñamos ni deseamos fracasos, frustraciones, desgracias. Generalmente tememos esas cosas, pero no las deseamos.
Y por lo general, para que esos sueños se hagan realidad, el escenario, el lugar en que vivimos, tiene que acompañar. Así se hace cierto que cada individuo termina por “empujar” con sus actos, al resto de la sociedad. A eso le llamamos cultura, a ese entramado que vamos tejiendo entre todos, cada uno con sus ideas y acciones, en una sinergia permanente. Así, todos vamos construyendo nuestra cultura.
Entonces me pregunto cuál ha sido el progreso (o la involución) de nuestra cultura en relación con aquel momento en que yo tuve mis sueños iniciáticos. Y compruebo que hemos retrocedido bastante a pesar de los muchos avances tecnológicos y el mayor acceso al conocimiento del que hablan friamente las encuestas.
Yo vivía a la vuelta de una pequeña villa miseria de la que -salvo dos o tres borrachines incurables- las personas y familias que llegaban, hacían lo imposible por salir. Se metían a trabajar donde pudieran y con el primer mango se iban. Esa indigencia parecía avergonzarlos y, en vez de reclamar ayuda del gobierno, en lugar de regodearse en sus miserias, se esforzaban por salir y mayormente lo lograban. No estaban organizados en categorías, no tenían negocios, ni esperaban que llegara la televisión para mostrar sus padecimientos. Ellos también tenían derechos humanos y algo que los impulsaba a mejorar. Tenían dignidad y tenían esperanza.
Y tenía yo una tía, de nombre Amparo, que vivía en un suburbio de San Justo y que era la referente del vecindario. La gorda no había podido estudiar nunca. De muy pequeña había venido con mi abuelo de España y como no había plata, Amparo había tenido que trabajar en una textil. Era ignorante la gorda, pero tenía una voluntad y una fuerza que la hacían arremeter hacia adelante casi instintivamente. Nunca nadie le habia regalado ni una muñeca, ni una máquina de coser, ni un pan dulce y una sidra. También tenía derechos que no sabía que tenía y por eso tal vez, nunca pudo defenderlos sino con su endeble sentido común.
Ellos pudieron salir adelante en parte porque había una cultura que tironeaba, una dinámica social que empujaba y unas escasas oportunidades de trabajo que permitían al menos parar la olla. El país no era una potencia mundial -distaba en realidad mucho de serlo- pero nuestra cultura abrevaba en unos valores básicos como el respeto al otro, la honestidad y la legítima ambición de progreso. No había que ir a Harvard para aprender esto, se aprendía en casa con un sistema claro de identificación de la autoridad, de lo que estaba bien y de lo que estaba mal (aclaro que dije autoridad y no autoritarismo… lo aclaro porque el desprestigio adquirido por la primera por abuso y confusión con la segunda, es a mi juicio, uno de los más graves errores culturales que hemos cometido). Apenas un poco de eso era suficiente para que uno tuviera en claro como honrar a los mayores, como cuidar de la infancia y como tratar de ser “buena persona”.
En estos días, en los que mucho hablamos de disputas, enfrentamientos, corrupción, planes sociales que promueven la vagancia, populismo y demagogia – sin saber bien por qué- me acordé de Chingolo y otros amigos de la villa y de mi tía Amparo, y creo que va siendo hora que desde cada uno aportemos algo para que nuestra cultura vuelva a basarse en valores genuinos y no en destellos exitosos como si la vida transcurriere bailando por un sueño.
Chau.