He aquí un extremo. Tal vez el extremo al que habría que aspirar aunque quizá con ciertas reservas.
Imaginemos al mismo chico con el mismo talento pero naciendo en Somalía o Burundi. Su expectativa vocacional será proporcional a sus habilidades y su capacidad para la supervivencia. Su interés por el triangulito deberá ser postergado por su necesidad de alimentarse y no contraer ninguna enfermedad mortal o decisiva para su desarrollo. Tal vez ese niño muera sin saber que tiene un talento y una vocación.
Es el otro extremo; el de las fotos conmovedoras de panzas hinchadas de vacío y ojos brillantes libados por las moscas.
Dados los extremos podremos marcar un punto intermedio sin que necesariamente constituya el fiel de esta balanza. Imaginemos al niño que pensamos realizándose en Noruega u Holanda y que vimos sobrevivir con suerte en el África y trasladémoslo por ejemplo a Latinoamérica. Será seguramente un niño movedizo y activo que sintiendo especial predilección por el sonido del instrumento, no vacilará en inventarse uno aunque sea con tres ramitas caídas de un árbol (por una razón obvia, la sonoridad del triangulito “fato in casa” no tiene un pito a la vela que ver con la mágica sonoridad de un triangulito Honner calibrado y afinado en mi bemol).
El chico recorrerá las calles pegándole al triangulito e imitando su sonido con la boca; se interesará sobre cómo participar de una orquesta; comprobará que para tocar el triangulito en una orquesta primero debería conseguir terminar los estudios ya que hay muy pocas escuelas que brinden buena educación completa y que destaquen por su orientación musical; una vez terminados los estudios, comprenderá que tiene que conseguirse un trabajo porque tocar el triangulito en la banda no le alcanza para vivir y mucho menos si quiere tener una familia o comprarse una casa; entonces y siempre que Dios esté de su lado, conseguirá trabajo en una compañía de seguros, un banco, una estación de servicio, un delivery un call center o un supermercado perdiendo de a poco su talento en esta otra postergación –no tan terrible como el extremo anterior- pero igualmente injusta y frustrante. Tal vez algún día, cuando se jubile, logre acordarse de que cuando era pequeño tenía una cierta inclinación por “algo” vinculado a la música. Será ya un vejete frustrado que habrá pasado gran parte de su vida preparándose para –en algún momento- poder vivir mejor.
Yo no digo que todos los niños de 10 años a los que les gusta el triangulito respondan a los tres prototipos planteados, pero aún con la ironía, la exageración y hasta –le puedo aceptar- el mal gusto de mi parte, ¿no es este relato prueba suficiente de que hay que repensar el mundo desde otros valores?
Chau.